Pudiese yo morir hoy como tú te me moriste esa noche,
y echarme en la tierra; y tener una cama de piedra blanca y
un cobertor de estrellas; no oír sino el rumor de las hierbas
que despuntan de noche, y los pasos diminutos de los insectos,
y el canto del viento en los cipreses; no tener miedo de las sombras,
ni de las aves negras en mis brazos de mármol,
ni de haberte perdido -no tener miedo de nada-. Pudiese
cerrar los ojos en este instante y olvidarme de todo,
de tus manos tan frías cuando extendí las mías esa noche;
de no haber dicho la única palabra que me haría salvarte, incluso
dejando que yo preguntase todo; de haber insultado la vida
y llamado a la muerte para mostrarme que tu cuerpo
ya había desistido, que ibas a matarte en mí y que era tarde
para que yo pensase en devolverte los días por mí robados. Pudiese
caer en un sueño helado como el tuyo y dejar de sentir el dolor,
el dolor incomparable de verte despierto en todo cuanto escribí,
porque fue por el poema que me amaste, el poema fue siempre
lo que valió la pena (lo más eran los gestos que no cabían
en las manos, las fresas a que el verano obligó); y pudiese
yo dejar de escribir esta mañana, el día tiembla en la línea
de los tejados, la vida vacila tanto, y pudiese yo morir
pero te oigo respirando en mi poema.
En "Sombras de porcelana brava. Diecisiete poetas portuguesas"