Paseamos despreocupadamente por las tiendas del muelle,
a la espera de cruzar con
el ferry; aún no sabemos
que te estás muriendo. Pero sostengo aquel chal, largo y negro,
y admiro cómo se enlaza al cuello, cuánto me favorece, frío
como el canto de un pájaro en la nieve, parcial
y del que nos desvanecemos. No tenías miedo y
te ofreciste a comprármelo. Y no nos dimos
cuenta de demasiado al pagar,
ni cuando me pusieron en las
manos aquella sencilla guadaña de tela.
Recuerdo haberlo sacado hace poco
del cajón, y su crujiente negrura, y el
quebrarse de sus extremos a la luz diurna, igual que la muerte
nos quiebra a nosotros, o grita contra sí
hasta que un hormigueo embosca a la habitación, y lo único que podemos hacer
es negarnos a seguir ese arrebato de irretorno.
Pero ya no me quedan fuerzas para eso, como dice la luna creciente
de su pleno perfil pétreo. Esta noche la luna es rubia.
Su luz oblicua se inclina para burlar
a la oscuridad. Por eso está él ahí: para entregarme
el chal blanco, bordado junto a algún extinto hogar.
Cuando me lo extiende por los hombros,
me agacho suavemente
y me dispongo a dormir otra vez en la tierra.
De "El puente que cruza la luna"